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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 10 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La vulneración de la democracia

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Salomón Kalmanovitz

Economista e historiador

 

Hemos experimentado de nuevo en la América Latina y con mucha fuerza en EE UU el surgimiento de mandatarios autoritarios que han logrado, en algunos casos, destruir las democracias y, en otros, debilitarlas. Venezuela en 1998; Ecuador en el 2007; Bolivia en 1999; Colombia en el 2002, salvada de un tercer periodo de Álvaro Uribe por las cortes de justicia; Guatemala en el 2010 y EE UU, con Donald Trump, en el 2017. Todos sus sistemas políticos han sido total o parcialmente dañados por líderes populistas y autoritarios.

 

Un libro reciente de Levistky y Ziblatt, profesores de la Universidad de Harvard, Como mueren las democracias, ofrece unas claves sobre la conducta autoritaria y las condiciones que permiten su toma del poder. El primer criterio es el rechazo (o compromiso débil) a (con) las reglas de juego democráticas, ya sea cuestionando la Constitución, intentando cambiarla o rechazando los resultados electorales. Un segundo indicador es la negación de la legitimidad de sus oponentes políticos, tildándolos de criminales o amenazas a la seguridad nacional que los descalifican para participar en política. Un tercer indicador más grave aún es su tolerancia o promoción de la violencia, por medio de su asociación con pandillas armadas, grupos paramilitares, milicias o guerrillas y su aprobación del uso de la violencia contra sus enemigos, ya sea atentados personales o ataques a sus manifestaciones y mítines. La última de las conductas autoritarias es la disposición a reprimir las libertades civiles de sus opositores, incluyendo amenazas y mordazas a la prensa.

 

Las condiciones que permiten el acceso al poder de estos personajes voluntariosos surgen de los partidos o políticos tradicionales que les prestan legitimidad, creyendo que podrán utilizar la popularidad de que gozan y que además podrán descartarlos eventualmente. Es evidente que las tomas de gobierno por Mussolini y Hitler fueron posibles porque algunos políticos tradicionales creyeron que podrían frenar el avance de los comunistas o socialdemócratas con el apoyo de sus pandillas armadas. Alberto Fujimori, en el Perú, y Hugo Chávez, en Venezuela, alcanzaron el poder porque partidos tradicionales les abrieron las puertas a través de las elecciones o por sus alianzas con figuras políticas poderosas.

 

Lo más llamativo es que una democracia tan sólida como la norteamericana está hoy bajo la amenaza eminente de un magnate tornado en político. Trump, en efecto, desprestigia a sus opositores con mentiras sistemáticas, está liquidando la separación de poderes, amenaza a los medios de comunicación que no lo defienden incondicionalmente y amenaza también a los aparatos de justicia y seguridad que se atreven a investigarlo. Pero eso no es reciente ni viene solo: el Partido Republicano se ha visto penetrado por facciones radicales desde hace más de dos décadas que no creen en la democracia como el Tea Party, y ha sido tentado por los supremacistas blancos y los neonazis que interpela Trump. Al mismo tiempo, toda su dirigencia ha seguido conductas que vulneran la competencia política, le arrebatan el derecho al voto a las minorías raciales y defienden públicamente al déspota, no importa qué tan inmoral y atroz sea su comportamiento.

 

En nuestro medio cumplen los requisitos del dirigente autoritario Álvaro Uribe en todos los criterios propuestos por los autores, mientras que Gustavo Petro cumple con la pretensión de cambiar las reglas constitucionales. 

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