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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 2 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Jaime Vidal Perdomo: padre del Derecho Administrativo

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Hernando Herrera Mercado

Árbitro y miembro de la Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Bogotá

 

Paso a decir que mi vínculo con el maestro y tratadista Jaime Vidal Perdomo fue cercano e inescindible. Por su condescendencia y generosidad durante más de siete años, me desempeñé como su profesor auxiliar en la cátedra de Derecho Constitucional, de Teoría General del Estado y de Derecho Constitucional Colombiano, en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario; el doctor Jaime fue, además, uno de los padrinos de mi matrimonio. Permanentemente, fui beneficiario de su consejo agudo, reposado y metódico. También compartimos el foro arbitral, al concurrir simultáneamente en la gestión del Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Bogotá, él integrando la primera Corte de Arbitraje, y el suscrito, en calidad de director de ese organismo.  

 

Era un conversador de lujo, dialéctico, pausado, pero de frases firmes y tan sólidas como sus convicciones. Sin duda, una de las pocas voces morales que le quedaban al país. Honesto en el dicho y en el hecho. El doctor Jaime era por demás un cartesiano puro, de tono sereno y reflexivo, sin pasiones recalcitrantes, aunque de raciocinios indeclinables. Qué no decir de su huella por la academia y en el ejercicio del servicio público. Por obra y gracia de su trayectoria, calificado unánimemente como uno de los padres del Derecho Administrativo colombiano. Sus textos son reputados como verdaderos clásicos de la literatura jurídica, con proyección nacional y foránea, e inagotable fuente doctrinaria para estudiantes o profesionales del Derecho y funcionarios judiciales de todos los rangos. No menor su contribución al constitucionalismo moderno, donde también tuvo obra prolífica extendida por todo el continente y citada frecuentemente en Europa. 

 

Catedrático dogmático y riguroso, pero afable. Establecía distancia respetuosa con sus alumnos, pero sin ser displicente o desconsiderado. Por el contrario, nunca rehuía el diálogo con los estudiantes, a los cuales convidaba a caminatas de disertación a la manera aristotélica de la llamada escuela peripatética, dado que al filósofo le gustaba caminar mientras impartía sus clases. El doctor Jaime era un hombre en extremo dedicado y entregado a sus responsabilidades profesorales. Antes de calificar los exámenes, por ejemplo, solía leerlos dos veces. La primera nota iba a lápiz, porque era provisional, y la segunda, que era la definitiva y servía para refrendar la anterior, la que se escribía con tinta permanente. Mientras que dictaba clase, solía ir poniendo glosas en sus textos con el ánimo de ampliar su contenido para futuras ediciones. Amigo de la madrugada activa, porque sus noches estaban reservadas para la lectura. Su cotidianidad era prusiana, enmarcada por una disciplina envidiable y, por supuesto, productiva, con el fin personal de coronar su agobiante agenda académica y profesional. Un hombre apegado al protocolo institucional, lo que nunca lo condujo a la tiranía académica o al prejuicio, sino a infundir sentido de pertenencia universitaria en sus discípulos, que recuerdan su huella imborrable por las facultades de Derecho de los Andes, el Externado, la Nacional y el Rosario.

 

Su desempeño por las responsabilidades públicas fue bastante conocido. En ellas también pudo marcar la pauta y directrices del Derecho Administrativo contemporáneo. Recibió la encomienda del presidente Carlos Lleras Restrepo de afinar la reforma de 1968, tal vez la más ambiciosa readecuación administrativa de nuestros tiempos, y a fe que cumplió cabalmente con tamaño oficio. De ahí en adelante, Jaime Vidal Perdomo fue una de las conciencias jurídicas del país. Le hablaba al oído a altos dignatarios y togados, quienes acudían a su consejo mesurado y coherente. Embajador y senador probo y cumplidor, características, ambas, tan escasas por esta época. Hubiera podido acceder a más dignidades si se lo hubiera propuesto, pero ni ser ministro ni ser magistrado lo desvelaban. En su lugar, prefería seguir la ruta indeclinable de su apostolado académico. Desconfiaba de las concentraciones de poder y creía en el democrático principio de la rotación de las dignidades. Su vida, una insignia, líder de una generación que vivió los rigores de la época de la violencia bipartidista, pero que no se arredró, sino que remozó la institucionalidad para las décadas que venían. El legado del doctor Jaime es evidente, una bibliografía jurídica ineludible, una trayectoria preclara y ajena a cualquier tipo de egocentrismo, decencia en mayúscula y ausencia de tachas o máculas. Sin duda, Jaime Vidal Perdomo fue un hombre grande para épocas de retos gigantescos. 

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